Padre amado, hay días en los que me siento fuerte, invencible incluso. Días en los que todo parece ir tan bien que, sin darme cuenta, empiezo a confiar más en mí que en Ti. Me digo a mí mismo que estoy firme, que ya superé ciertas batallas, que “eso a mí no me pasaría”. Y en medio de esa seguridad aparente, dejo de vigilar, dejo de orar como antes, dejo de buscarte con la misma intensidad.
Pero tú, Señor, que conoces mi corazón mejor que nadie, sabes lo fácil que es tropezar cuando uno cree estar firme. Sabes que, en el fondo, sigo siendo tan humano como siempre. Que basta un mal pensamiento, una palabra mal dicha, un instante de orgullo o descuido, para que mi alma se resbale.
Hoy me acerco a ti con sinceridad, sin máscaras. No para aparentar que lo tengo todo bajo control, sino para decirte que te necesito. Te necesito en mis decisiones, en mis emociones, en mis reacciones. Te necesito en lo que digo, en lo que pienso, en lo que callo. Ayúdame a no confiar tanto en mi capacidad de “mantenerme firme”, sino en tu poder para sostenerme.
Enséñame a vivir alerta, pero no con miedo. A ser humilde, sin sentirme débil. A caminar confiado, pero nunca confiado en mí mismo. Enséñame a reconocer cada advertencia que pones en el camino y a escuchar con atención cuando tu Espíritu me susurra: “ten cuidado, no estás solo, pero tampoco eres invencible”.
Y si en algún momento caigo, que no me gane la culpa ni el orgullo. Que corra hacia ti con lágrimas sinceras y el corazón abierto. Que me levante no por mi fuerza, sino por tu misericordia. Porque tu gracia no se agota, y tus brazos siguen ahí, extendidos para los que reconocen que aún te necesitan.
Gracias por tu paciencia. Gracias por amarme incluso cuando olvido que soy polvo. Gracias por recordarme, una y otra vez, que estar firme no es cuestión de perfección, sino de comunión contigo.
Hoy, Señor, camino tomado de tu mano. Con los ojos abiertos, con el alma despierta, y con la fe puesta no en mí… sino en Ti.